Juan siempre fue un flojo de primera. Su madre nunca logró que se levantara antes de las 10 de la mañana. Nunca trabajó -primero muerto- decía muy ufano, por eso vivió siempre como un parásito de su mamá, que tenía que lavar ropa ajena para mantener al vividor de Juan. Después de que su madre murió, intentó hacer lo mismo con su hermana menor, pero su cuñado no lo permitió, no iba a mantener aun holgazán como Juan.
Tuvo entonces que vivir sólo. Pero no duró mucho, Juan prefería aguantarse el hambre a tener que buscar algo para comer. Si tenía frío, primero muerto a dejar la cama tibia, ni al baño se levantaba. Siempre fue esa su filosofía.
Efectivamente, después de unos meses, murió Juan, en medio de la pobreza y suciedad que su exagerada pereza le generaron. Nadie se dio cuenta cuando le dio el infarto, hasta que el cuerpo en descomposición empezó a apestar.
Fue sepultado en una tumba de cuarta categoría, en el cementerio municipal. Nadie fue a verle, nadie le lloró.
Una noche de invierno, entre la fría neblina que cubría el pueblo, nadie pudo ver que la tierra de la tumba de Juan empezó a sacudirse. De entre las entrañas de la putrefacta tierra asomó una mano descarnada y maloliente. le siguió todo el brazo, envuelto en jirones de ropa sucia y sanguinolenta. El cadáver de Juan salió de su tumba. Horroroso, maloliente, con gusanos que aún devoraban ávidamente su carne podrida.
El muerto viviente giró los desorbitados ojos y abrió la boca en una mueca horrible, los dientes que se asomaban entre lo que le quedaba de labios provocaban un espectáculo de terror indescriptible.
Con el trozo de lengua que aún tenía, exclamó: ¡Qué frío del carajo se siente aquí! y diciendo y haciendo, volvió a la quietud y tibieza de la tierra corrupta de su tumba, que le recibió una vez más para seguir en un eterno estado de pereza.
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