
Cierto samurai joven de Kioto,
reducido a la miseria por la caída de su señor, se vio obligado a abandonar su
casa y entrar al servicio del gobernador de una provincia distante. Antes de
marcharse de la capital, se divorció de su esposa, una mujer buena y hermosa,
convencido de que podría mejorar su situación con otra alianza. Entonces se
casó con la hija de una familia distinguida, que le acompañó a su nuevo
destino.

Poco a poco este sentimiento se transformó en un
arrepentimiento que le robó la paz de espíritu. Le perseguían sin cesar los
recuerdos de la esposa traicionada, su dulce forma de hablar, sus sonrisas, su
delicadeza, su firme paciencia. A veces la veía en sueños ante el telar, como
cuando tejía día y noche para ayudarle en sus años de pobreza, otras más sola,
sentada en el suelo de la pequeña y humilde habitación donde la dejó
escondiendo sus lágrimas con la manga de su raído kimono. Incluso pensaba en
ella durante el trabajo; entonces se preguntaba cómo vivía, qué hacía. Algo en
el corazón le decía que ella no aceptaría otro esposo y que nunca le
perdonaría. Y decidió en secreto irla a buscar tan pronto como pudiera regresar
a Kioto, pedirle disculpas, volver a vivir con ella y hacer todo lo que
estuviese en su mano en para compensarla por lo acontecido. Y así pasaron
varios años. Por fin acabó el mando del gobernador y el samurai quedó libre.
- Ahora volveré con mi amada- se
prometió- ¡Ah, qué crueldad, qué absurdo haberme divorciado de ella!
Y así devolvió su segunda esposa,
que no le había dado hijos, a su familia y se apresuró hacia Kioto para buscar
a su antigua compañera, a cuya casa se encaminó sin siquera cambiar su
indumentaria de viaje.
Cuando llegó a la calle donde ella
vivía, ya era tarde por la noche, la décima noche del noveno mes, y la ciudad
estaba tan silenciosa como un cementerio. Pero la luna clara iluminaba
suficiente, de modo que encontró la casa sin dificultad. Tenía un aspecto del
mayor abandono y las hierbas crecían en el tejado. Llamó a una puerta corrediza
y nadie respondió. Como no estaba cerrada por dentro, abrió y entró. La primera
habitación estaba vacía y ni siquiera tenía esteras de paja, y las otras tenían
el mismo aspecto lastimoso. Daba la impresión de que la casa estaba desocupada.
Sin embargo, el samurai decidió
echar una mirada a la pequeña habitación del fondo, la favorita de su esposa,
que gustaba de descansar allí.
Acercándose a las puertas
corredizas cerradas, se sorprendió mucho de ver un resplandor. Deslizó la
puerta y lanzó un grito de júbilo al verla cosiendo a la luz de una linterna de
papel. Sus ojos se encontraron y ella le saludó con una sonrisa.
Los años no la habían cambiado. Al
samurai le pareció tan joven y linda como en sus recuerdos más queridos, aunque
se le hizo mucho más entrañable aún su dulce voz, temblorosa por la feliz
sorpresa.
Se sentó a su lado muy contento y
le dijo muchas cosas: cómo se arrepintió de su egoísmo, cuánto la echó de
menos, la constante pena que sentía por ella y sus prolongadas esperanzas de
resarcirla por todo, mientras la acariciaba y le pedía perdón una y otra vez.
Ella le repuso con gran ternura, que le salía del alma, que cesara de
reprocharse. No era justo que hubiera sufrido tanto por ella, ya que siempre se
consideró indigna de ser su esposa. Por supuesto, sabía que la pobreza le había
obligado a la separación, ya que mientras vivieron juntos él siempre fue muy
bondadoso. Nunca había dejado de rezar por su felicidad. Pero, si hubiese algún
motivo de enmienda, ya habría desaparecido de más con su honorable visita. ¿Qué
mayor dicha había que verle, aunque fuera sólo un instante?

Ella pareció muy feliz con estas
palabras y a su vez le contó todo lo acontecido en Kioto desde que él se
marchara; excepto sus propias penurias, sobre las que se negó a hablar con
delicadeza. Conversaron hasta muy tarde. Después la mujer le condujo a una
habitación más caliente, orientada al sur, en la que habían pasado su noche de
bodas.
- ¿No tienes a nadie que te ayude
en casa?- preguntó el samurai cuando ella empezó a preparar el lecho.
- No, no me podía permitir tener
una sirvienta, de modo que he vivido sola- repuso, riéndose alegremente.
- Desde mañana tendrás muchos
sirvientes- dijo- Buenos sirvientes y todo lo que desees.
Se acostaron para descansar, pero
no durmieron porque tenían demasiadas cosas que contarse; y hablaron del
pasado, el presente y el futuro, hasta que comenzó a amanecer. Entonces al
samurai se le cerraron los ojos y quedó profundamente dormido.

Presa de horribles estremecimientos
y malestar se levantó bajo los rayos del sol, y poco a poco, el horror gélido
dio lugar a una desesperación tan intolerable, un dolor tan atroz, que se
aferró a la sombra irónica de la duda. Simulando no estar al corriente de nada,
se aventuró por el vecindario para averiguar el camino a la casa donde vivió su
esposa.

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