30 octubre 2009

TOPONIMIA

Toponimia, del griego topos y onoma, nombre, es decir el nombre de los lugares.
Aquí en Saltillo hay algunos nombres, al menos curiosos si lo pensamos, de calles o colonias.
La colonia Panteones ¿has pensado la macabra paradoja que implica el "vivir" en Panteones?
Hay otra colonia, junto a la colonia González, la colonia El Daimon. La palabra Daimon, del griego, se tradujo como demonio. Por aquellos rumbos, hace muchos años hubo un rastro y la zona de tolerancia.
En la colonia ampliación Federico Berrueto, hay una calle de nombre Mixquic, que es el pueblo, en Tláhuac DF donde se celebra, como en ningún otro lugar, a la muerte, de forma especial el 2 de noviembre.
Y en la colonia Saltillo 2000, las calles tienen nombres de planetas, estrellas, etc. Ahí hay una calle llamada Deimos, una de las lunas de Marte. Deimos, en griego, significa Terror.

NEMONTEMI

Siempre pensé que la anécdota del abuelo era sólo eso, una anécdota, una de tantas historias. Pero ahora sé que es algo más que una simple historia.
Mi abuelo Saúl trabajó como vigilante en el Museo Nacional de Antropología. Tuvo una habilidad poco común para aprender muchas cosas y un interés especial por la historia. Así, con lo que oía decir a los arqueólogos, lo que decían algunos guías, lo que escuchaba de los visitantes y lo que él podía leer, el abuelo era toda una enciclopedia.
Una vez el abuelo me contó que los aztecas tenían al final de su calendario cinco días llamados nemontemi. En esos días nadie trabajaba ni hacía nada, parecía como si el tiempo se detuviera y la vida ordinaria se acababa. "En esos días", decía el abuelo, "la gente esperaba con angustia el inicio de un nuevo año, porque esos días tenían mala fama, eran días feos y malos. La gente creía incluso que, si alguien nacía en esos días, toda su vida estaría marcada por la mala suerte. Mis compañeros y yo bromeábamos con esto y cuando alguno no quería trabajar, decía que andaba de nemontemi, y entonces no podía hacer nada, o le caía la mala suerte", decía riendo el abuelo.
El abuelo nos explicaba que en el calendario azteca, cada 52 años, terminaba un periodo de tiempo y entonces, para empezar el nuevo tiempo había que hacer todas las cosas nuevas. Por eso la fiesta se conocía como fuego nuevo. "La gente", decía el abuelo, "tiraba las cosas que usaban de a diario y apagaban toda lumbre en sus casas, palacios y templos. Los nemontemi del fuego nuevo tenían las noches más oscuras de todas".
"La oscuridad se rompía finalmente cuando el fuego ardía en el pecho del sacrificado. Como llevado por el viento, el fuego llenaba la ciudad. Finalmente, un nuevo ciclo de vida comenzaba. Pero nadie imaginó que el fuego nuevo de 1507 fue el último en la gran México-Tenochtitlan". Yo imaginaba aquella pequeña chispa roja que de pronto se volvía uno, dos, tres, muchos caminos de fuego que rápidamente devolvían la luz, el calor y la alegría a la enorme ciudad en medio del lago y sumida hasta entonces en la oscuridad.
Quizá las historias del abuelo me hicieron amar la historia y entré a estudiar en la Escuela Nacional de Antropología. Una vez titulado, conseguí trabajo en una escuela secundaria ubicada allá por el rumbo de Mixcoac, donde empecé a dar clases de historia. Fue allí cuando conocí a Ana María.
Ana María era más joven que yo, era estudiante de química en la UNAM. Coincidimos la primera vez en el tranvía que iba a Mixcoac cuando ella volanteaba en favor del movimiento estudiantil. Desde ese día nos vimos con frecuencia y la frecuencia nos transformó de conocidos a amigos y de amigos a novios. Nuestro noviazgo fue breve pero intenso. Compartimos nuestras ideas, como muchos en aquel tiempo, bajo la mirada providente del Che. A fines de aquel año nos casamos después de año y medio de noviazgo entre consignas y botas de granadero.
Nuestra vida como matrimonio se vio marcada por la dificultad de Ana María para embarazarse. Su mamá decía que era castigo del cielo por no casarnos por la iglesia. Nuestras convicciones políticas nos habían alejado de la religión desde hacía buen rato.
Cuando íbamos a cumplir los tres años de casados, Ana María quedó embarazada. Era un embarazo difícil, dijo el médico, pero fue suficiente para sentir que teníamos el triunfo sobre los castigos divinos profetizados por mi suegra. Fieles a nuestros ideales revolucionarios acordamos llamar Ernesto al niño, "como el Che", decía Ana María cuando le preguntaban cómo llamaríamos al niño cuando naciera. "¿Y si es niña?" preguntaban invariablemente, "¿cómo se llamará?" Ana María siempre contestaba sin vacilar: "Tania".
En enero del 72 nació Ernesto. Pero el destino me cobró muy caro el orgullo de ser padre, pues Ana María murió en el parto. La alegría de tener a mi hijo en mis brazos se mezclaba con el dolor irreparable de perder a mi esposa.
Pero la vida me daría otro revés más doloroso que el anterior. Ernesto tenía tres años y dos meses cuando desapareció. Eso es una de esas cosas que es imposible olvidar, que se graban hasta los detalles más simples, sobretodo para un padre de familia. Era un nueve de marzo de 1975.
Ese día de marzo cuando fui por mi hijo Ernesto al kinder, él ya no estaba ahí. En medio de la angustia y la confusión que comencé a sentir, la directora me explicó que lo había ido a recoger una señora que dijo ser mamá de Ernesto. "¡No puede ser, es imposible!", bramé, "mi esposa murió cuando nació el niño". Fue entonces cuando la directora del kinder se alarmó en sobremanera.
La policía pidió fotografías de Ana María. Cuando mostraron la fotografía en el kinder, la directora y otra profesora aseguraron que ella era la mujer que había ido por Ernesto aquella mañana del 9 de marzo. "Ella es la mamá de Ernesto. Hace más de tres años que murió" dije sin escucharme, mi voz sonaba vacía. La directora se puso pálida y sus ojos se abrieron tanto que parecía que en cualquier momento se caerían de sus cuencas. "Ella se llevó al niño", dijo con un hilo de voz.
No sé cómo no enloquecí con esa mezcla de impotencia, dolor y desesperación. Había visto muchas veces, desde el movimiento estudiantil, los casos de las madres que reclamaban por sus hijos muertos, desaparecidos o encarcelados. Ahora sabía, en carne propia, lo que era perder a un hijo. Y lo peor para mí era que ni si quiera sabía qué había pasado realmente con mi hijo de tres años. Las investigaciones de la policía no llegaron a ningún lado. Las visitas al ministerio público sólo sirvieron para perder mi tiempo, para desesperarme, para darme cuenta que todo resultaba inútil.
Mi suegra me culpó de lo sucedido por ser comunista y ateo, como ella me llamaba, y blandía amenazas de infiernos y castigos divinos sobre mi persona. La desesperación y el dolor abrieron en mí la puerta a la duda: "¿Y si fuera verdad? ¿Si estuviera yo cumpliendo un castigo divino a causa de mi manera de pensar y actuar?" La policía jamás volvió a contactarme, ni a dar algún dato, ni nada. La incertidumbre se volvió entonces el peor castigo para mí. Fue entonces cuando entendí con el corazón que nunca volvería a ver a mi hijo.
Entre dolor y desesperación pasaron los meses. Cuando inició un nuevo curso escolar en septiembre, asistí con un grupo de la secundaria al Museo de Antropología. Era una visita como de rutina para mí, pues cuando mi abuelo trabajaba ahí lo visitaba con frecuencia. Como profesor de secundaria, había que asistir con regularidad a los museos como parte de las actividades escolares.
Cuando entramos a la sala mexica el guía llevó a los alumnos hacia un enorme jaguar de piedra, al tiempo que les explicaba a los alumnos algo sobre los jaguares en mesoamérica y algunas palabras que ya no escuché. Me había apartado un poco del grupo y me encontraba delante de una escultura de piedra de una mujer con rostro de calavera. "Cihuatéotl" se leía en el letrero del museo. En las crónicas antiguas se menciona que las cihuateteo eran las mujeres divinizadas, muertas al dar a luz a sus hijos.
El dolor de haber perdido a mi esposa y a mi hijo se renovó. Todo este asunto de las cihuateteo me hizo recordar vivamente a Ana María y a Ernesto. No sé cuánto tiempo permanecí ahí parado mirando sin mirar la escultura de piedra que alzaba sus manos ante mí. El grupo ya se encontraba ante el famoso calendario azteca cuando reaccioné. Nunca se me habría ocurrido pensarlo. Mi Ana María era ahora una cihuatéotl y yo dedicaría mi tiempo a investigar y estudiar el tema en su memoria y la de Ernesto.
Comencé a investigar y sentí que Ana María volvía a mi lado. Pero el dolor, lejos de cesar, se volvía más agudo, el dolor me dolía más. En la biblioteca de la UNAM encontré los textos de Sahagún sobre las cosas de los antiguos mexicanos y la historia contada por el abuelo Saúl volvió a hacerse presente en mi memoria.
Todavía puedo ver al abuelo, en la sala de su casa, a media luz y fumando un cigarro con su voz como de radionovela: "Durante los nemontemi previos a la fiesta del fuego nuevo, en esos días malos", decía el abuelo en un susurro, "caminaban sobre la tierra seres espantosos que no sólo asustaban, sino que hacían daño a cualquiera que se encontrara con ellos. Entre aquellos espantos terribles estaba la Llorona".
El abuelo hacía una pausa para aspirar su cigarro mientras nosotros los niños conteníamos la respiración. Sudábamos frío y cualquier ruido nos hacía saltar. "A la Llorona la han visto desde antes que llegaran los españoles. Cuando la escuchaban gritar lastimeramente, todo mundo se metía a sus casas y se escondía". De pronto el murmullo se transformaba en un poderoso grito, "¡y todavía anda por allí!" decía el abuelo al tiempo que golpeaba el suelo con los pies, mientras que todos los nietos gritábamos asustados para luego empezar a reír nerviosamente. En las noches en que el abuelo contaba esa historia, nunca pude dormir tranquilo.
Efectivamente, las crónicas señalaban que antes de la llegada de Cortés, en tiempos de Moctezuma II, había aparecido la Cihuacóatl lamentándose por sus hijos, el antecedente prehispánico de la Llorona. Ella era la primera cihuatéotl.
Pero había más, los mexicas decían que la muerte más excelsa que podía tener alguien era derramar su sangre para alimento de los dioses, especialmente del sol. Así, los guerreros muertos en combate o sacrificados a los dioses tras ser hechos cautivos en las guerras floridas, merecían estar en compañía del sol en el tercer reino de la muerte.
El mismo destino tenían las mujeres muertas al dar a luz. Merecían viajar con el sol. Al medio día, ellas tomaban el lugar de los guerreros para acompañar al sol hasta el crepúsculo. Estas mujeres eran veneradas y reverenciadas por los mexicas, por eso les daban el nombre de cihuateteo, mujeres divinizadas, pues la sangre que derramaron para dar a luz era el crepúsculo que se adormecía rojizo en el poniente, sangre que alimentaba a los dioses.
Pero cada 52 años, en los días nemontemi que preceden a la celebración del fuego nuevo, los antiguos no reverenciaban a las cihuateteo, por el contrario, les temían y se escondían de ellas. En esos días, las cihuateteo vuelven a la tierra con sus rostros descarnados buscando con nostalgia a sus hijos, a sus niños, a cualquier niño. Los antiguos hacían máscaras con pencas de maguey para cubrir el rostro de los niños y así confundir y alejar a las cihuateteo.
Después de leer aquello me acosté sin cenar. No sé bien cuánto había dormido pero desperté de pronto. Era de madrugada. La información sobre las cihuateteo en los nemontemi del fuego nuevo me hizo crisis. Las palabras que había leído esa noche golpeaban mi cabeza una y otra vez.
Me inquietaba un pensamiento tan absurdo que ni siquiera me atrevía a decirlo a mí mismo. Hice cuentas. 1975 coincidía con los ciclos mexicas de 52 años y la celebración del fuego nuevo. ¿Sería posible que Ana María hubiera vuelto por Ernesto convertida en cihuatéotl? Era simplemente imposible, era absurdo.
Al día siguiente, en la escuela, platiqué con José, un compañero especialista en cultura mexica. Había conocido a Ana María cuando nos casamos, así que le expuse lo que había investigado sobre los nemontemi y las cihuateteo. Luego le platiqué detalladamente mi historia personal, lo de Ana María, su muerte al dar a luz y la extraña desaparición de Ernesto.
A medida en que iba platicando las cosas, José fue poniéndose serio, luego se mostró un tanto confuso y palideció. Algunas gotas de sudor perlaban su frente. "No puede ser", dijo al tiempo que se ponía de pie. "Lo que dices no puede ser. Esta mañana dejé a mi esposa en su oficina y a mis hijos en la guardería y ahí estaba Ana María, tu esposa. Ella recibió a mis hijos"
José salió corriendo, gritando por sus hijos. Jamás los encontró. Jamás los volvió a ver. La gente de la guardería identificó a Ana María como la mujer que se llevó a sus hijos.
Siempre pensé que la anécdota del abuelo era sólo eso, una anécdota, una de tantas historias. Pero ahora sé que es algo más que una simple historia.

MUERTO VIVIENTE

Juan siempre fue un flojo de primera. Su madre nunca logró que se levantara antes de las 10 de la mañana. Nunca trabajó -primero muerto- decía muy ufano, por eso vivió siempre como un parásito de su mamá, que tenía que lavar ropa ajena para mantener al vividor de Juan. Después de que su madre murió, intentó hacer lo mismo con su hermana menor, pero su cuñado no lo permitió, no iba a mantener aun holgazán como Juan.
Tuvo entonces que vivir sólo. Pero no duró mucho, Juan prefería aguantarse el hambre a tener que buscar algo para comer. Si tenía frío, primero muerto a dejar la cama tibia, ni al baño se levantaba. Siempre fue esa su filosofía.
Efectivamente, después de unos meses, murió Juan, en medio de la pobreza y suciedad que su exagerada pereza le generaron. Nadie se dio cuenta cuando le dio el infarto, hasta que el cuerpo en descomposición empezó a apestar.
Fue sepultado en una tumba de cuarta categoría, en el cementerio municipal. Nadie fue a verle, nadie le lloró.
Una noche de invierno, entre la fría neblina que cubría el pueblo, nadie pudo ver que la tierra de la tumba de Juan empezó a sacudirse. De entre las entrañas de la putrefacta tierra asomó una mano descarnada y maloliente. le siguió todo el brazo, envuelto en jirones de ropa sucia y sanguinolenta. El cadáver de Juan salió de su tumba. Horroroso, maloliente, con gusanos que aún devoraban ávidamente su carne podrida.
El muerto viviente giró los desorbitados ojos y abrió la boca en una mueca horrible, los dientes que se asomaban entre lo que le quedaba de labios provocaban un espectáculo de terror indescriptible.
Con el trozo de lengua que aún tenía, exclamó: ¡Qué frío del carajo se siente aquí! y diciendo y haciendo, volvió a la quietud y tibieza de la tierra corrupta de su tumba, que le recibió una vez más para seguir en un eterno estado de pereza.

LA LEYENDA DE LA LLORONA Y SUS POSIBLES REFERENTES DE ORIGEN

Escribió don Artemio de Valle-Arizpe a principios del siglo XX que
"no sólo por la ciudad de México andaba esta mujer extraña (La Llorona), sino que se la veía en varias ciudades del reino. Atravesaba, blanca y doliente, por los campos solitarios; ante su presencia se espantaba el ganado, corría a la desbandada como si lo persiguiesen; a lo largo de los caminos llenos de luna, pasaba su grito; escuchábase su quejumbre lastimera entre el vasto rumor del mar de los árboles de los bosques; se la miraba cruzar, llena de desesperación, por la aridez de los cerros; la habían visto echada al pie de las cruces que se alzaban en las montañas y senderos; caminaba por veredas desviadas y setábase en una peña a sollozar; salía misteriosa de las grutas, de las cuevas en que vivían las feroces animalias del monte; caminaba lenta por las orillas de los ríos, sumando sus gemidos con el rumor sin fin del agua" (Valle-Arizpe, 2007: 22).
La leyenda de la Llorona, en su forma más simple, es la siguiente: La Llorona es la historia de una mujer de tiempos de la Nueva España que, al saberse engañada por el hombre al que ama, se venga de él matando a sus hijos. Cuando repara en lo que ha hecho pierde la razón y muere para después aparecer por las noches penando, dando alaridos por las calles de la ciudad lamentándose por sus hijos muertos. El clásico grito lastimero de la Llorona es ¡ay mis hijos!


La leyenda tiene sus referentes en la tradición prehispánica mexicana, específicamente tolteca, que a su vez configura las tradiciones mexica y maya. Conforme a la cosmovisión prehispánica, las mujeres muertas en el parto son consideradas mujeres divinas, cihuateteo para los nahuas, xtabay para los mayas, ya que han derramado su sangre como los guerreros y los sacrificados al sol. Estas mujeres acompañan a Tonahtiuh, el sol, en su recorrido por el inframundo, sirviéndole y combatiendo junto con él a las fuerzas de la noche. Pero cada 52 años, en los últimos cinco días del año prehispánico, los llamados días nemontemi o días aciagos e inútiles, estas mujeres vuelven al mundo buscando a sus hijos. Por eso los hombres y mujeres les temen en esos días y protegen a sus hijos con máscaras hechas de pencas de maguey (Sodi, 1985: 134).

Además, las crónicas indígenas de la conquista y el testimonio de Bernardino de Sahagún relatan que uno de los presagios, el sexto, que recibió el pueblo de Tenochtitlan de su caída fue la aparición de la Cihuacóatl, la madre de los dioses tutelares de la ciudad, gimiendo y lamentándose por sus hijos: "¡Oh, hijos míos, ya nos perdemos! Algunas veces decía: ¡Oh, hijos míos!, ¿dónde os llevaré?" (Sahagún, 2002: 1162).

La herencia europea del mestizaje mexicano por parte de los españoles y portugueses aporta, con mucha probabilidad, los elementos que remiten a la mitología griega y, sin duda alguna, el referente judeocristiano.
La mitología griega muestra cuatro personajes que en la Llorona se vuelven uno sólo: Hécate, Mormo o Mormólice, Lamia o Síbaris y Gelo.
Hécate es la diosa de los infiernos que conduce las almas de los muertos y cuando pasea por los caminos y ciudades los perros aúllan porque ven a los muertos. Hécate es la diosa de la hechicería y se le representaba con tres caras: una de mujer, otra de perro y otra de caballo (Grimal, 1997: 127).
Mormo es un fantasma de una mujer que muerde y chupa la sangre, y las matronas griegas asustaban a los niños con esta historia (Grimal, 1997: 203).
Lamia o Síbaris es una joven de la que se enamora Zeus y tiene un hijo con ella. Hera, en represalia, mata al hijo del adulterio y esto enloquece a Lamia. Ésta, desesperada, se transforma en un monstruo y, por envidia, devora a los niños de las madres que viven felices con ellos (Garibay, 2003: 222).
Por último, Gelo es el fantasma de una joven de Lesbos que, muerta de mala muerte, vuelve de la muerte para perseguir y llevarse a los niños, además de maleficar a la gente (Garibay, 2003: 161)
Por último, existe un referente antiguo, bíblico, de tradición judeocristiana. El texto de Jeremías sobre el exilio a Babilonia expresa cómo Raquel llora por sus hijos muertos y no quiere que le consuelen, porque ya están muertos (cfr. Jr. 31, 15). Este texto se retoma en el evangelio de Mateo con el pasaje de la matanza de los inocentes por Herodes (cfr. Mt. 2, 13-18) y remiten a esta idea de terrible dolor de la madre que llora a sus hijos muertos como la tragedia más grande que alguien podría vivir.

Escucha el relato de Radio INAH aquí:

TOMASA Y DANTE

Febrero 2006. Ciudad de México.

El alma en pena de Dante Alexander Barbosa Contreras, de tres años de edad, asesinado brutalmente a golpes y sepultado clandestinamente en el patio de su casa por su abuela, se le aparecía -al aparecerse en tres ocasiones- a quien lo ultimó para espantarla, lo cual obligó a la señora Tomasa Miranda Villalobos a entregarse a la justicia, donde indicó que le remordía la conciencia, pues había matado a su nietecito y sepultado sin ningún acto religioso.

De acuerdo con su declaración, Miranda Villalobos observaba que el niño jugaba en el patio de la casa, hasta que un día se le apareció junto a su cama, motivo que la orilló a contar lo que pasó a las autoridades.

La PGJDF agregó que Miranda Villalobos pasará 31 años tres meses tras las rejas, por su culpabilidad en el delito de homicidio calificado en razón de parentesco.

La policía judicial encontró el pequeño cuerpo de Dante Alexander. Su abuela les señaló el lugar en el que lo ocultó. Estaba debajo de la tierra, dentro de la tina de una lavadora y envuelto en algunas bolsas de plástico.

Tomasa Miranda, de 48 años, se presentó en la agencia 65 del Ministerio Público. Y ahí les platicó a los policías judiciales lo que sucedió. El padre de Dante Alexander nunca se hizo cargo de él. Y su madre, hija de Tomasa, lo dejó para irse con un hombre. Así, es que ella se hizo cargo del pequeño.

En una casa construida con láminas y madera, asentada sobre un terrero irregular de cerrada de Ciprés, en la colonia Zacatón, la mujer vivía con el niño. Pero a decir de algunos vecinos, ahí lo maltrataba y lo golpeaba. ”Nuca lo sacaba. Siempre estaba ahí encerrado y luego se escuchaba que lloraba”, dijo una vecina de la zona. Los quejidos de los que hablaba esta mujer dejaron de escucharse el 22 de febrero en esta zona que no está pavimentada y en donde la mayor parte de las casas son de lámina.

Al día siguiente, Tomasa fue ante las autoridades de la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal y dio una versión: Dante se había extraviado.
La mujer indicó el lugar en el que se perdió. Describió a detalle al niño e incluso les dijo la ropa que llevaba puesta. “Pantalón azul marino de mezclilla, una sudadera del mimo color y camisa a cuadros. Además unos botines negros”.
Ese mismo día, las autoridades comenzaron la búsqueda. La mujer les ayudo e incluso colocó algunos carteles en postes y bardas de la colonia. Los vecinos también ayudaron a buscar al niño, pero nada. Nunca apareció.

La realidad es que Tomasa lo había enterrado en su casa. En un principio la mujer aceptó que lo había golpeado y que por ello murió. Sin embargo, después dijo que murió por un ataque de asma. Como sea, la realidad es que una vez que el pequeño falleció, Tomasa lo envolvió en unas bolsas de plástico y después lo metió en la tina de una lavadora que ya no servía.

Según detalló, le echó cal encima para evitar que oliera y después le puso cemento y agua. Al final lo enterró en una zanja del patio.

La mujer se presentó ante las autoridades de la Procuraduría capitalina en la delegación Tlalpan. Y ahí confesó todo.
Luego de ellos, policías judiciales llevaron a la mujer a su casa. Ahí los vecinos quisieron golpearla por haber asesinado al niño. La policía la rescató y ahora se encuentra en una galera esperando a que las autoridades definan su situación jurídica.

No sólo el remordimiento hizo que Tomasa Martínez se entregara a la policía por matar y enterrar a su nieto en el patio de su casa de Tlalpan. Hubo algo más que ya no pudo soportar: el espíritu de Dante Alexander se le apareció en tres ocasiones, según relató la mujer a las autoridades. La última vez fue la madrugada del lunes. De inmediato Tomasa se levantó de la cama y se presentó ante la policía.

La mujer detalló que unos días después de que ocultó el cadáver, vio al espíritu. Dante Alexander, de 3 años, pasó corriendo entre las plantas de la casa de láminas y madera asentada en una zona irregular de la colonia El Zacatón. Al principio creyó que sólo era el momento, pues acababa de sepultar al niño en ese mismo patio; pero, días después, la aparición se repitió: Tomasa oyó las risas del niño. Dice haberlo escuchado en el lugar donde el niño acostumbraba jugar.

Las apariciones no terminaron. La última fue la madrugada del lunes. Ese día, relató, estaba recostada en su cama cuando sintió que algo le toco el hombro. Abrió los ojos y ahí, frente a ella, estaba Dante Alexander observándola. Tomasa decidió entregarse y revelar que el niño no se había extraviado, sino que lo había enterrado en su casa.

INTRODUCCIÓN

BIENVENIDO A



S O B R E N A T O R A L



Este espacio pretende mostrar relatos e historias que se transmiten principalmente de forma oral, tradiciones y costumbres, así como noticias que tienen relación con:

1. Misterios;
2. Fantasmas;
3. Leyendas tradicionales;
4. Leyendas urbanas;
5. Toponimias;
6. Cuentos de terror;
7. Criptozoología;
8. Cine y literatura fantástica;
9. Fenómeno ovni;



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VERDUZCO, Gabriel (año de publicación de la entrada): «Título de la entrada», en Sobrenatoral, una recopilación de tradiciones orales, disponible en (escribe aquí la dirección URL de la entrada, como aparece en la barra del navegador)  [fecha de consulta de la entrada].