Siempre pensé que la anécdota del abuelo era sólo eso, una anécdota, una de tantas historias. Pero ahora sé que es algo más que una simple historia.
Mi abuelo Saúl trabajó como vigilante en el Museo Nacional de Antropología. Tuvo una habilidad poco común para aprender muchas cosas y un interés especial por la historia. Así, con lo que oía decir a los arqueólogos, lo que decían algunos guías, lo que escuchaba de los visitantes y lo que él podía leer, el abuelo era toda una enciclopedia.
Una vez el abuelo me contó que los aztecas tenían al final de su calendario cinco días llamados nemontemi. En esos días nadie trabajaba ni hacía nada, parecía como si el tiempo se detuviera y la vida ordinaria se acababa. "En esos días", decía el abuelo, "la gente esperaba con angustia el inicio de un nuevo año, porque esos días tenían mala fama, eran días feos y malos. La gente creía incluso que, si alguien nacía en esos días, toda su vida estaría marcada por la mala suerte. Mis compañeros y yo bromeábamos con esto y cuando alguno no quería trabajar, decía que andaba de nemontemi, y entonces no podía hacer nada, o le caía la mala suerte", decía riendo el abuelo.
El abuelo nos explicaba que en el calendario azteca, cada 52 años, terminaba un periodo de tiempo y entonces, para empezar el nuevo tiempo había que hacer todas las cosas nuevas. Por eso la fiesta se conocía como fuego nuevo. "La gente", decía el abuelo, "tiraba las cosas que usaban de a diario y apagaban toda lumbre en sus casas, palacios y templos. Los nemontemi del fuego nuevo tenían las noches más oscuras de todas".
"La oscuridad se rompía finalmente cuando el fuego ardía en el pecho del sacrificado. Como llevado por el viento, el fuego llenaba la ciudad. Finalmente, un nuevo ciclo de vida comenzaba. Pero nadie imaginó que el fuego nuevo de 1507 fue el último en la gran México-Tenochtitlan". Yo imaginaba aquella pequeña chispa roja que de pronto se volvía uno, dos, tres, muchos caminos de fuego que rápidamente devolvían la luz, el calor y la alegría a la enorme ciudad en medio del lago y sumida hasta entonces en la oscuridad.
Quizá las historias del abuelo me hicieron amar la historia y entré a estudiar en la Escuela Nacional de Antropología. Una vez titulado, conseguí trabajo en una escuela secundaria ubicada allá por el rumbo de Mixcoac, donde empecé a dar clases de historia. Fue allí cuando conocí a Ana María.
Ana María era más joven que yo, era estudiante de química en la UNAM. Coincidimos la primera vez en el tranvía que iba a Mixcoac cuando ella volanteaba en favor del movimiento estudiantil. Desde ese día nos vimos con frecuencia y la frecuencia nos transformó de conocidos a amigos y de amigos a novios. Nuestro noviazgo fue breve pero intenso. Compartimos nuestras ideas, como muchos en aquel tiempo, bajo la mirada providente del Che. A fines de aquel año nos casamos después de año y medio de noviazgo entre consignas y botas de granadero.
Nuestra vida como matrimonio se vio marcada por la dificultad de Ana María para embarazarse. Su mamá decía que era castigo del cielo por no casarnos por la iglesia. Nuestras convicciones políticas nos habían alejado de la religión desde hacía buen rato.
Cuando íbamos a cumplir los tres años de casados, Ana María quedó embarazada. Era un embarazo difícil, dijo el médico, pero fue suficiente para sentir que teníamos el triunfo sobre los castigos divinos profetizados por mi suegra. Fieles a nuestros ideales revolucionarios acordamos llamar Ernesto al niño, "como el Che", decía Ana María cuando le preguntaban cómo llamaríamos al niño cuando naciera. "¿Y si es niña?" preguntaban invariablemente, "¿cómo se llamará?" Ana María siempre contestaba sin vacilar: "Tania".
En enero del 72 nació Ernesto. Pero el destino me cobró muy caro el orgullo de ser padre, pues Ana María murió en el parto. La alegría de tener a mi hijo en mis brazos se mezclaba con el dolor irreparable de perder a mi esposa.
Pero la vida me daría otro revés más doloroso que el anterior. Ernesto tenía tres años y dos meses cuando desapareció. Eso es una de esas cosas que es imposible olvidar, que se graban hasta los detalles más simples, sobretodo para un padre de familia. Era un nueve de marzo de 1975.
Ese día de marzo cuando fui por mi hijo Ernesto al kinder, él ya no estaba ahí. En medio de la angustia y la confusión que comencé a sentir, la directora me explicó que lo había ido a recoger una señora que dijo ser mamá de Ernesto. "¡No puede ser, es imposible!", bramé, "mi esposa murió cuando nació el niño". Fue entonces cuando la directora del kinder se alarmó en sobremanera.
La policía pidió fotografías de Ana María. Cuando mostraron la fotografía en el kinder, la directora y otra profesora aseguraron que ella era la mujer que había ido por Ernesto aquella mañana del 9 de marzo. "Ella es la mamá de Ernesto. Hace más de tres años que murió" dije sin escucharme, mi voz sonaba vacía. La directora se puso pálida y sus ojos se abrieron tanto que parecía que en cualquier momento se caerían de sus cuencas. "Ella se llevó al niño", dijo con un hilo de voz.
No sé cómo no enloquecí con esa mezcla de impotencia, dolor y desesperación. Había visto muchas veces, desde el movimiento estudiantil, los casos de las madres que reclamaban por sus hijos muertos, desaparecidos o encarcelados. Ahora sabía, en carne propia, lo que era perder a un hijo. Y lo peor para mí era que ni si quiera sabía qué había pasado realmente con mi hijo de tres años. Las investigaciones de la policía no llegaron a ningún lado. Las visitas al ministerio público sólo sirvieron para perder mi tiempo, para desesperarme, para darme cuenta que todo resultaba inútil.
Mi suegra me culpó de lo sucedido por ser comunista y ateo, como ella me llamaba, y blandía amenazas de infiernos y castigos divinos sobre mi persona. La desesperación y el dolor abrieron en mí la puerta a la duda: "¿Y si fuera verdad? ¿Si estuviera yo cumpliendo un castigo divino a causa de mi manera de pensar y actuar?" La policía jamás volvió a contactarme, ni a dar algún dato, ni nada. La incertidumbre se volvió entonces el peor castigo para mí. Fue entonces cuando entendí con el corazón que nunca volvería a ver a mi hijo.
Entre dolor y desesperación pasaron los meses. Cuando inició un nuevo curso escolar en septiembre, asistí con un grupo de la secundaria al Museo de Antropología. Era una visita como de rutina para mí, pues cuando mi abuelo trabajaba ahí lo visitaba con frecuencia. Como profesor de secundaria, había que asistir con regularidad a los museos como parte de las actividades escolares.
Cuando entramos a la sala mexica el guía llevó a los alumnos hacia un enorme jaguar de piedra, al tiempo que les explicaba a los alumnos algo sobre los jaguares en mesoamérica y algunas palabras que ya no escuché. Me había apartado un poco del grupo y me encontraba delante de una escultura de piedra de una mujer con rostro de calavera. "Cihuatéotl" se leía en el letrero del museo. En las crónicas antiguas se menciona que las cihuateteo eran las mujeres divinizadas, muertas al dar a luz a sus hijos.
El dolor de haber perdido a mi esposa y a mi hijo se renovó. Todo este asunto de las cihuateteo me hizo recordar vivamente a Ana María y a Ernesto. No sé cuánto tiempo permanecí ahí parado mirando sin mirar la escultura de piedra que alzaba sus manos ante mí. El grupo ya se encontraba ante el famoso calendario azteca cuando reaccioné. Nunca se me habría ocurrido pensarlo. Mi Ana María era ahora una cihuatéotl y yo dedicaría mi tiempo a investigar y estudiar el tema en su memoria y la de Ernesto.
Comencé a investigar y sentí que Ana María volvía a mi lado. Pero el dolor, lejos de cesar, se volvía más agudo, el dolor me dolía más. En la biblioteca de la UNAM encontré los textos de Sahagún sobre las cosas de los antiguos mexicanos y la historia contada por el abuelo Saúl volvió a hacerse presente en mi memoria.
Todavía puedo ver al abuelo, en la sala de su casa, a media luz y fumando un cigarro con su voz como de radionovela: "Durante los nemontemi previos a la fiesta del fuego nuevo, en esos días malos", decía el abuelo en un susurro, "caminaban sobre la tierra seres espantosos que no sólo asustaban, sino que hacían daño a cualquiera que se encontrara con ellos. Entre aquellos espantos terribles estaba la Llorona".
El abuelo hacía una pausa para aspirar su cigarro mientras nosotros los niños conteníamos la respiración. Sudábamos frío y cualquier ruido nos hacía saltar. "A la Llorona la han visto desde antes que llegaran los españoles. Cuando la escuchaban gritar lastimeramente, todo mundo se metía a sus casas y se escondía". De pronto el murmullo se transformaba en un poderoso grito, "¡y todavía anda por allí!" decía el abuelo al tiempo que golpeaba el suelo con los pies, mientras que todos los nietos gritábamos asustados para luego empezar a reír nerviosamente. En las noches en que el abuelo contaba esa historia, nunca pude dormir tranquilo.
Efectivamente, las crónicas señalaban que antes de la llegada de Cortés, en tiempos de Moctezuma II, había aparecido la Cihuacóatl lamentándose por sus hijos, el antecedente prehispánico de la Llorona. Ella era la primera cihuatéotl.
Pero había más, los mexicas decían que la muerte más excelsa que podía tener alguien era derramar su sangre para alimento de los dioses, especialmente del sol. Así, los guerreros muertos en combate o sacrificados a los dioses tras ser hechos cautivos en las guerras floridas, merecían estar en compañía del sol en el tercer reino de la muerte.
El mismo destino tenían las mujeres muertas al dar a luz. Merecían viajar con el sol. Al medio día, ellas tomaban el lugar de los guerreros para acompañar al sol hasta el crepúsculo. Estas mujeres eran veneradas y reverenciadas por los mexicas, por eso les daban el nombre de cihuateteo, mujeres divinizadas, pues la sangre que derramaron para dar a luz era el crepúsculo que se adormecía rojizo en el poniente, sangre que alimentaba a los dioses.
Pero cada 52 años, en los días nemontemi que preceden a la celebración del fuego nuevo, los antiguos no reverenciaban a las cihuateteo, por el contrario, les temían y se escondían de ellas. En esos días, las cihuateteo vuelven a la tierra con sus rostros descarnados buscando con nostalgia a sus hijos, a sus niños, a cualquier niño. Los antiguos hacían máscaras con pencas de maguey para cubrir el rostro de los niños y así confundir y alejar a las cihuateteo.
Después de leer aquello me acosté sin cenar. No sé bien cuánto había dormido pero desperté de pronto. Era de madrugada. La información sobre las cihuateteo en los nemontemi del fuego nuevo me hizo crisis. Las palabras que había leído esa noche golpeaban mi cabeza una y otra vez.
Me inquietaba un pensamiento tan absurdo que ni siquiera me atrevía a decirlo a mí mismo. Hice cuentas. 1975 coincidía con los ciclos mexicas de 52 años y la celebración del fuego nuevo. ¿Sería posible que Ana María hubiera vuelto por Ernesto convertida en cihuatéotl? Era simplemente imposible, era absurdo.
Al día siguiente, en la escuela, platiqué con José, un compañero especialista en cultura mexica. Había conocido a Ana María cuando nos casamos, así que le expuse lo que había investigado sobre los nemontemi y las cihuateteo. Luego le platiqué detalladamente mi historia personal, lo de Ana María, su muerte al dar a luz y la extraña desaparición de Ernesto.
A medida en que iba platicando las cosas, José fue poniéndose serio, luego se mostró un tanto confuso y palideció. Algunas gotas de sudor perlaban su frente. "No puede ser", dijo al tiempo que se ponía de pie. "Lo que dices no puede ser. Esta mañana dejé a mi esposa en su oficina y a mis hijos en la guardería y ahí estaba Ana María, tu esposa. Ella recibió a mis hijos"
José salió corriendo, gritando por sus hijos. Jamás los encontró. Jamás los volvió a ver. La gente de la guardería identificó a Ana María como la mujer que se llevó a sus hijos.
Siempre pensé que la anécdota del abuelo era sólo eso, una anécdota, una de tantas historias. Pero ahora sé que es algo más que una simple historia.