28 agosto 2010

LA TUCHA

Jorge H. Álvarez Rendón, cronista de Mérida



Corría el año de 1635 y a 164 metros de la actual plaza de Santiago, en una casona de cal y canto, estaba el hogar de don Alfonso de Arévalo y Narváez, su esposa Candelaria y seis de sus hijos, cinco de los cuales eran varones. La niña tenía por nombre Josefa Margarita Petronila Aurora Carlota de Arévalo y Fuensalida y era, a sus 12 años, un portento de belleza. Se le admiraba no sólo por lo rubio de sus cabellos, sino por el exquisito verdor de sus ojuelos. Un defecto tenía y de los graves: era soberbia hasta decir basta. Hablaba siempre con visible altanería y despreciaba a las 15 indígenas que formaban el servicio doméstico en el caserón paterno. Como dice la canción: se creía superior a cualquiera.

Cuando aquellas le preparaban su hamaca de lino con hebras de plata, cuando recogían su bacinilla de porcelana, cuando le ceñían sus chinelas de seda, Josefa Margarita Petronila Aurora Carlota les alzaba la voz de humillante manera. Ellas, qué remedio, callaban.

Una tarde, Josefa Margarita y nueve de sus nanas fueron a caminar por la plazoleta donde, en aquellos años de la colonia, acostumbraban vender frutas, verduras y baratijas los campesinos que venían a Mérida desde los pueblos. Como le llamaron la atención unas muñecas de barro que ofrecía una anciana de ojos muy negros, la niña, llena de arrogancia, preguntó: —¿A cómo vendes estas muñecas, mestiza? La anciana respondió con mucha cortesía: —Estás más linda que un amanecer, mi niña. Esta muñeca vale medio real, pero es gratis para ti, Josefa Margarita. Sorprendida porque la habían reconocido, la niña contestó enseguida, en el umbral de la ira: —Pues fíjate que no necesito que me regales nada, india de porquería. Yo soy una Arévalo y Fuensalida. Quédate con tus mugres muñecas.

La anciana bajó la cabeza y con un “chilib”, sin que nadie la viera, dibujó en el suelo de tierra los siete ojos de la madre tierra. Josefa Margarita ignoraba que aquella mujer no era una simple campesina, una vendedora más, sino Xlabaxorón, la más poderosa bruja del poniente de Yucatán, conocedora de muchos sortilegios y conjuros mágicos.

Cuando amaneció Dios al día siguiente, ocho sirvientas fueron a despertar a Josefa Margarita con almibarados cantos y música de guitarras, pero se llevaron un susto enorme. Al abrir la hamaca de lino con hebras de plata, al extender el fino camisón, lanzaron un grito que se escuchó hasta en el palacio del gobernador.

—¡Una tucha, Dios mío, en la hamaca de la niña Josefa hay una tucha horrible y apestosa! En efecto, en mitad de la rica hamaca, semioculta entre el camisón de holanda, estaba una mona de ojos sucios y pelo ensortijado que despedía un olor parecido al vómito de 10 borrachos o al pelo quemado de una vieja con sarna. Con palos y chancletas persiguieron las sirvientas a la mona, que corrió por toda la casa dando alaridos, botando floreros y candelabros, hasta que, perseguida por los tres perros de la casa, Matagatos, Rasgabuches y Berganza, escapó al refugio de los techos.

¿Dónde estaba Josefa Margarita Petronila Carlota de Arévalo y Fuensalida? ¿Qué le había pasado a esa niña? ¿Acaso la había devorado esa tucha asquerosa? Dos reconocidos médicos que llegaron para discutir el caso afirmaron que las tuchas no comen carne, sino únicamente tamarindos, nance, plátanos, pedazos de sandía y ciruelas con sal y chile.

El gobernador interino Fernando Centeno Maldonado mandó 80 alguaciles y el arzobispo ordenó a los monjes franciscanos que rezaran día y noche a Nuestra Señora de la Difícil Esperanza, pero Josefa Margarita no aparecía. A gritos la llamaban por las esquinas y en las calles más alejadas de Mérida. Cuatrocientos mancebos revisaron pozos y aguadas. Salió gente a caballo hacia los puertos de Sisal, Telchac y Dzilam.

Josefa no estaba lejos. En el techo de su casa, sentada sobre la fea cola que le había aparecido por mágicas artes, devoraba cucarachas verdes, alacranes, caca de murciélago y aguacates a medio podrir, mientras contemplaba a sus padres y hermanos comer puchero de tres carnes, escabeche de pava, longaniza asada, potaje de repollo y lengua de vaca. Tras 15 días de dormir a la intemperie y comer inmundicias, después de llorar su soberbia y tantas altanerías, la niña transformada en mona clamó a los cielos: —Por favor, no resisto más. Quiero ser otra vez Josefa Margarita Aurora Carlota de Arévalo y Fuensalida. Me arrepiento de mi maldad.

Sólo salir el sol, las sirvientas encontraron a la niña que dormía, sucia, cagada y sin zapatos, junto a su hamaca de lino. La alegría en la casa y la ciudad fue inmensa. Las campanas de todas las iglesias tocaron a rebato, el gobernador ordenó que el día se anotara como laudable en los calendarios y el arzobispo concedió 1,200 indulgencias de media carga y plenarias.

Ya bañada y restablecida, Josefa Margarita suplicó que la llevaran a la plazoleta de Santiago, encontró a la anciana de negros ojos y le dijo muy quedito: —Gracias, madrecita. Ya aprendí la lección. ¿Puedes darme la muñeca? Desde entonces, extendido el rumor, al cruce de las actuales calles 57 y 66, donde estuvo la casa de la niña, se le conoce sencillamente como esquina de “La tucha”.

13 agosto 2010

EL CRISTO DE LAS AMPOLLAS

La crónica relata que, en el año de 1603, un vaquero le comunicó al cura de Ixmul, don Juan de la Huerta, haber visto, muchos viernes de Cuaresma, un árbol del que salían unas luces de grandes resplandores, al que posteriormente el Obispo Carrillo denominó árbol de luz. La gente del pueblo, al parecer había dado poca importancia al suceso, pues era época de quemas y por lo tanto, común ver resplandores de noche.


El religioso hizo cortar el árbol “poco común” y trasladar el tronco a la casa cural, luego anunció públicamente que haría tallar una imagen de la Santísima Virgen, en su advocación de la Purísima Concepción. Más tarde hizo su “aparición” un joven desconocido que se dijo escultor de santos, solicitando trabajo según su oficio. Don Juan de la Huerta le pidió al mozo tallar en el tronco la imagen de la Purísima Concepción. El tallador se encerró en un cuarto sin herramienta alguna, ordenando que no se le interrumpiese por ningún motivo. En un solo día y sin hacer caso de la petición, esculpió un Cristo y desapareció inmediatamente, sin saberse más de él.

La imagen, que según se explica, quedó enhiesta sin peana ni base como sosteniéndose derecha por sí misma, fue trasladada a la iglesia del pueblo, y según la narración, manifestó sus portentos a favor de los enfermos, de los pobres y de los afligidos. Las peregrinaciones no se hicieron esperar y la casi desconocida iglesia del pueblo de Ixmul se convirtió en un santuario regional de devoción popular.

Una noche el fuego consumió la iglesia; redujo a cenizas los altares y retablos, calcinó las piedras, desplomó la techumbre, cuarteó los muros, derritió los vidrios y metales; permaneciendo sin quemarse la imagen del crucificado, ennegrecida y con ampollas pero airosa ante la fuerza del fuego, prueba irrefutable de su portento.

El párroco de la Huerta falleció en Hocabá, a la edad de 70 años en 1644 y dejó como herencia, al Cabildo Catedral, el Cristo de las Ampollas con todos sus recursos y ahorros, para que con ellos se fundara una capellanía y así “asegurar el porvenir y el culto de la sagrada imagen”. El tres de mayo del año siguiente la imagen, entonces titulada de Santísimo Cristo de los Milagros, o Cristo de Hocabá, fue trasladada a la ciudad de Mérida y depositada en la iglesia del convento de monjas concepcionistas, de la que fue trasladada el 16 del mismo mes y año, en solemne procesión, a la Catedral Metropolitana y colocada en el altar de Ánimas.

11 agosto 2010

LA MUERTE DE PAKAL


El 31 de agosto del 683 d.C., 6 Edznab 11 Yax en el calendario maya, se extinguió la luz sagrada que había iluminado a Palenque durante muchas décadas. Iniciaba su nuevo ciclo, el de la muerte, el señor Pakal Escudo Solar Bajluum Votan Kinich Aahu, cuyo día de nacimiento se había hecho coincidir en las inscripciones con el de la Primera Madre, la diosa Zac K’uk o Garza Blanca, nombre que llevaba también la madre del soberano. Ese día fue el 23 de marzo del 603 d.C., 8 Ahau 13 Pop.

Al ligar su origen al de los dioses, se confirmaba su carácter sagrado y su destino de convertirse en el más sabio gobernante de Palenque. Once años antes de su fallecimiento había descendido al reino de las sombras su esposa Ahpo Hel, dejando a Pakal en una dolorosa soledad.

En el momento preciso de su muerte, ocurrida en su habitación del palacio, colocaron en su boca una cuenta de jade, que recogió el aliento vital. Luego pusieron entre sus labios un poco de masa de maíz, sustancia sagrada con la que habían sido formados los primeros hombres; en seguida lo amortajaron con lienzos de algodón, y a un lado de la estera en la que reposaba depositaron vasijas con agua y alimentos, así como sus amuletos protectores.

Después de velarlo durante tres días, de hablarle continuamente para que no se sintiera solo, cuidando su sombra y orando a los dioses para mantener con vida su espíritu mientras iniciaba su camino por el mundo inferior, sus hijos Chan-Bahlum y Kan Xul, sus nueras y sus nietos, se prepararon para celebrar la gran ceremonia funeraria. A través de ella los vivientes pondrían su parte a fin de ayudar al espíritu del gran señor en su peligroso descenso hacia el Xibalbá, el "Lugar de los que se desvanecen", donde se encontraría frente a frente con Ah Puch, "El Descarnado", para luego morir definitivamente, es decir, transformarse en energía de muerte y ocupar su sitio en el frío y oscuro reino subterráneo.

Pakal iría al Xibalbá porque había fallecido de muerte natural, aunque su condición sagrada le permitiría ascender al nivel terrestre y al cielo en algunas ocasiones. Otros, como los que morían por alguna causa acuática, ahogados o calcinados por un rayo, iban al Paraíso de la Ceiba, un lugar de placeres terrenales, mientras que los sacrificados a los dioses y las mujeres muertas de parto tenían como destino el cielo, para vivir eternamente acompañando al Sol en su recorrido diario; porque el lugar a donde iban los espíritus después de la muerte del cuerpo dependía de la forma de morir y no de su conducta en la existencia corpórea. Las faltas se castigaban en vida, generalmente con alguna enfermedad.

Muchos años antes de su muerte, el propio Pakal había ordenado construir su sepultura, recreando sobre ella, en la forma de una alta pirámide de nueve niveles, el espacio infraterrestre, que se concebía como una pirámide invertida de nueve estratos por los que su espíritu habría de descender hasta llegar a su última morada. En lo alto de la pirámide erigió un templo donde mandó escribir la historia de su linaje y donde se le rendiría veneración, pues por haber sido un gobernante iniciado, un gran chamán, al morir se convertiría en un dios. Acudiendo al llamado del rito en su honor, su espíritu ascendería por un angosto canal en forma de serpiente que iba desde la cámara funeraria hasta el templo, porque ese sitio donde había colocado su enorme sarcófago representaba precisamente el Xibalbá, la región situada en el noveno estrato del inframundo.

En una bella lápida que se colocaría sobre su sarcófago, Pakal hizo esculpir una gran imagen cósmica que definía su sitio en el centro del universo, como ser humano y como gobernante. Ahí está él, recostado sobre el mascarón descarnado que representa el aspecto de muerte del dios supremo, que era un gran dragón bicéfalo. El signo del Sol, que al lado del de la muerte corona el mascarón, indica el camino del astro por el mundo infraterrestre. Así, el gobernante, identificado con el Sol, descendería como él al inframundo y renacería sacralizado.

El cuerpo de Pakal se representó en la entrada de la gran boca de la tierra que conduce al inframundo, formada por las fauces superiores levantadas de una serpiente de dos cabezas, símbolo del reino de la muerte. De la nariz del gobernante surge un signo que representa al espíritu abandonando el cuerpo, y desde su pecho se levanta una cruz que remata en lo alto con una mandíbula de serpiente hecha de cuentas de jade, piedra que representa la vida, sobre la que se posa a su vez el pájaro-serpiente, otro símbolo del dios supremo en su aspecto celeste y solar. La barra horizontal de la cruz es una serpiente de dos cabezas, como la del inframundo, pero con mandíbulas de jade.
Esta cruz serpentina es la imagen del dragón celeste, pero también el árbol que está en el centro del mundo y que divide los cuatro rumbos cósmicos, y en ella se enlaza otra serpiente bicéfala de cuyas mandíbulas abiertas surge el rostro del dios Kawil o Bolón Dz’acab, protector de los gobernantes. Alrededor de esta compleja representación simbólica del universo como lo concebían los mayas, formado por tres niveles: el cielo, la tierra y el inframundo, con sus cuatro rumbos, se esculpió la Vía Láctea, poblada de astros, que para los mayas era también el cuerpo del gran dragón celeste.

En este universo, pleno de fuerzas sagradas, el ser humano es el eje, lo que concuerda con la idea del hombre que revelan los mitos sobre el origen del mundo, como el del Popol Vuh, donde el hombre es el único ser que tiene la misión de alimentar a los dioses.

El solemne cortejo salió del palacio cargando el bulto mortuorio de Pakal. Cuatro hombres portaban antorchas, y en lo alto de la pirámide se había encendido copal. Tras el cuerpo marchaba el Señor Serpiente, sumo sacerdote, seguido por los sacerdotes del culto solar y por la familia del gobernante, así como por cinco hombres y una mujer que serían sacrificados en la entrada de la sepultura con el fin de que sus espíritus acompañaran al del sagrado señor.

Una vez en el templo que coronaba la pirámide, el cual representaba la superficie de la tierra, iniciaron el descenso por la oscura escalinata, alumbrados por las antorchas, conscientes de que recorrían simbólicamente el tortuoso camino a través de los nueve niveles del inframundo, como la mayoría de los espíritus de los muertos, y como lo hicieron aquellos héroes ancestrales Hunahpú e Ixbalanqué, que después se convertirían en el Sol y la Luna. La cámara funeraria situada en el noveno nivel de la pirámide aseguraba mágicamente que el espíritu de Pakal sortearía los peligros que acechaban en el camino descendente y que hallaría su lugar de reposo en el Xibalbá.

El gran sarcófago monolítico, con un hueco en el centro que semejaba un útero para recibir el cuerpo del sagrado señor, había sido ya limpiado y preparado; asimismo, el día anterior se había labrado la fecha de la muerte en el canto de la lápida que cubriría el sarcófago. El cuerpo de Pakal, ya liberado de la mortaja, fue cuidadosamente depositado por los sacerdotes en el hueco pintado con rojo cinabrio; luego fue rociado con el mismo polvo rojo que aludía a la inmortalidad porque era el color del oriente, por donde resucita el Sol cada mañana, y le colocaron sus joyas de jade: una diadema sobre la frente, pequeños tubos que dividían la cabellera en mechones, collares, orejeras con colgantes de madreperla, pulseras y anillos.

En su rostro pusieron su máscara de mosaico de jade, que conservaría su identidad para siempre; sobre su taparrabo otra pequeña máscara, y a sus pies una figurilla del dios solar que siempre lo había protegido. Como objetos sagrados especiales, le colocaron un dado y una esfera de jade en las palmas de las manos, lo que significaba que él, como chamán intermediario entre los dioses y los hombres, había dominado el espacio cuadrangular y el tiempo circular, con su sabiduría, su conciencia y su acción ritual. Otras dos cuentas de jade fueron depositadas en sus pies para asegurar la fuerza de la energía vital durante el camino. Luego cerraron el hueco con una tapa de piedra, colocaron encima la gran lápida labrada y deslizaron bajo el sarcófago las cabezas de estuco que habían formado parte de las más bellas esculturas de Pakal y Ahpo Hel. Antes de salir pusieron en el suelo vasijas con agua y alimentos, ya que el espíritu inmortal del sagrado señor conservaría durante el viaje las necesidades corporales.

Después de sellar la pequeña puerta triangular que daba acceso a la cámara, sacrificaron a los cinco hombres y a la mujer que acompañarían al señor. Luego construyeron un muro, tapiando el corredor que conducía a la cámara, y en una caja de piedra adosada a este muro dejaron otros platos de barro con alimentos, cuentas y orejeras de jade, conchas llenas de pintura roja, símbolo de inmortalidad, y una hermosa perla. Hecho esto, la comitiva ascendió al templo y bajó de la pirámide, despidiéndose del gobernante con cantos y oraciones.

Otros muchos personajes fueron sepultados en la ciudad de Palenque, como una mujer, sin duda del linaje de Pakal, cuyo sarcófago fue hallado dentro de un basamento menor al lado del Templo de las Inscripciones, nombre que se le ha dado a la pirámide de Pakal. No sabemos quién fue esa señora, ya que no hay inscripciones en su tumba, pero por el color rojo de la inmortalidad que la cubría totalmente se le conoce como la "Reina Roja".

Los soberanos de otras ciudades mayas, como Calakmul, fueron enterrados también en lujosas sepulturas, con sus máscaras y joyas de jade. Pero además de la inhumación, en el mundo maya hubo otras formas de disposición del cadáver. Entre ellas la principal fue la cremación; las cenizas de los muertos se colocaban en urnas y se depositaban bajo los templos o las casas. Algunas urnas funerarias se decoraron con imágenes del monstruo de la tierra y del jaguar, que simboliza al Sol en su viaje por el inframundo. Ello expresa la idea de que así como el Sol muere al entrar en el ocaso al mundo inferior y renace por el oriente, el muerto renacería a otra forma de vida espiritual eterna.

Los muertos eran enterrados en lugares relacionados con su condición y su actividad. Los esqueletos muchas veces se acompañaban de otros restos humanos o de animales, como el jaguar, relacionado con el poder de los gobernantes y con el Sol en su viaje por el inframundo; frecuentemente se sacrificaba al perro del muerto para que lo transportara sobre su lomo al cruzar el gran río que precedía al Xibalbá, idea que se encuentra en muchos otros pueblos del mundo. Los niños eran colocados en posición fetal, dentro de vasijas que representaban el vientre materno, y a veces cortaban a la madre una falange para acompañar al infante.

Los ajuares funerarios corroboran la creencia en una supervivencia del espíritu después de la muerte del cuerpo, pues tenían el propósito de alimentar y cuidar al espíritu en el tránsito hacia el Xibalbá.

Además de las ricas joyas y elegantes vasijas halladas en las sepulturas de los grandes señores, se han encontrado múltiples objetos relacionados con la actividad del muerto, como herramientas, armas, códices y la parafernalia de los chamanes. Dado que los mayas creían que los animales, las plantas y hasta los objetos hechos por el hombre tenían un espíritu, es claro que era esta parte invisible la que sería utilizada por el espíritu del muerto; por eso en las sepulturas hay vasijas rotas intencionalmente, es decir, "matadas".

En los días que siguieron a la ceremonia funeraria de Pakal el Grande, los palencanos rellenaron con escombros la escalinata que conducía a la cámara funeraria hasta que estuvo completamente obstruida, para que nunca, nadie, hallara el sagrado recinto. Y antes de colocar la tapa que sellaría la escalera, depositaron dos orejeras de jade.

Pero los deudos del gran señor de Palenque no imaginaron que 1269 años después, en 1952, un hombre que supo respetarlos y amarlos, Alberto Ruz Lhuillier, descubriría la imponente sepultura, dando así, al gran Pakal, la inmortalidad para este mundo.











09 agosto 2010

LOS ALUXES

En un tiempo muy remoto, cuando el sol todavía no calentaba la tierra, los aluxes amontonaban enormes piedras con sólo silbar, de esa manera, en un abrir y cerrar de ojos levantaron los grandes monumentos de las ciudades mayas; por eso, aunque imperceptibles, miles de años después aún cuidan con recelo sus dominios.


Palabras más, palabras menos, los mayas de hoy cuentan que así fueron edificados los ejemplos más excelsos de su arquitectura: El Adivino de Uxmal, El Templo de Kukulcán en Chichén Itzá, El Templo de las Siete Muñecas en Dzibilchaltún, y tantos otros que asombran a propios y extraños.

El aluxe tiene una función primordial como cuidador de milpas, un ser que cobra vida gracias a los trabajos de un jmeen o brujo.

Para los mayas actuales, la primera humanidad estuvo constituida por enanos que fueron destruidos por un diluvio. La creencia es que la humanidad está ahora en su cuarto ciclo y que la raza primitiva de Yucatán fue de pequeños hombres sabios que construyeron las grandes urbes, de las que ahora únicamente quedan ruinas como testimonio.

Con presteza, los aluxes laboraban en la oscuridad debido a que el astro rey todavía no aparecía en el firmamento, cuando esto sucedió, según otra versión, los pequeños seres se convirtieron en piedra.

Cierto o falso, el hecho es que los aluxes se consideran moradores de las zonas arqueológicas, e incluso, son ellos quienes deben conceder el permiso a los arqueólogos y sus equipos de trabajo para realizar excavaciones en estos lugares. Es por eso que antes de iniciar temporadas de campo, se lleva a cabo algún tipo de ceremonia.

Un jmeen o brujo es el intermediario para dar vida a un aluxe en respuesta a la solicitud expresa de un campesino o dueño de terreno en general, a fin de que el aluxe le ayude a vigilar, ya sea una finca, quinta, monte, milpa o henequenal.

La representación de un aluxe suele ser una figura de entre 5 y 20 centímetros de altura, hecha de barro, cera, madera, tela u hoja de elote, sobre la que se derraman nueve gotas de sangre del dedo del campesino que quiere convertirse en su amo.

En una parte recóndita del monte o del sembradío, el jmeen es el encargado de la hechura del aluxe, que también se denomina arux, aluxo’ob o alux k’at.

Los ojos, las uñas y los dientes son simulados con semillas de frijol, mientras el vestido es de hoja de maíz, aunque la figura también puede ir desnuda. Después, el jmeen prende algunas velas y presenta el aluxe al sol y al dios de la lluvia, acto seguido le vierte algunas gotas de sangre y le sopla en su parte posterior, para luego pronunciar el nombre del amo.

El aluxe cuenta con ánima y está en posesión de su dueño, se dedicará a espantar a los ladrones de los productos de la tierra, con silbidos y pedradas. Así mismo, atacará y castigará a quienes cometen actos indebidos en el terreno agrícola, lo cual incluye enfermedades.

Es en este punto en el que la propiedad de un aluxe puede resultar contraproducente, pues si el beneficiario de sus servicios se olvida de su manutención o de respetar sus días de descanso, el mal caerá sobre él.

Un aluxe suele trabajar por la tarde, cuando su amo ya se ha retirado de la milpa. Se aparece con sombrero y escopeta en mano, además de ir acompañado de un perro; según la creencia de los lugareños descansa martes y viernes, días que aprovecha para tomar saka o atole de maíz que le dejan sus dueños.

Los mayas de la península de Yucatán piensan que el aluxe es un ser conciente, capaz de cumplir promesas al milpero, pero también de castigar a los incumplidos y a los transgresores.

Cuando la relación entre el campesino y el aluxe debe terminar en vista de alguna enfermedad, término de la milpa, cambio del dueño del terreno o descontento de su amo por alguna travesura del “duende”, es prudente recurrir de nuevo al jmeen para que éste le explique al aluxe las causas por las cuales se prescinde de sus servicios.

Se cree que un aluxe es un enviado de la divinidad cristiana, sin embargo, con menor frecuencia algunos consideran que es un aliado del diablo. Y si bien con su ayuda habrá siete años de prosperidad agrícola, al término de ese lapso puede ‘llevarse’ a su amo, así que no es de fiar.

Como todo mito, el aluxe no muere, sólo vuelve a su lugar de origen: monte, gruta, cenote, ruinas… allí, si alguien permanece atento en medio de la noche, podrá escuchar los sigilosos pasos de estos seres que aparecieron en el inicio de los tiempos.