11 agosto 2010

LA MUERTE DE PAKAL


El 31 de agosto del 683 d.C., 6 Edznab 11 Yax en el calendario maya, se extinguió la luz sagrada que había iluminado a Palenque durante muchas décadas. Iniciaba su nuevo ciclo, el de la muerte, el señor Pakal Escudo Solar Bajluum Votan Kinich Aahu, cuyo día de nacimiento se había hecho coincidir en las inscripciones con el de la Primera Madre, la diosa Zac K’uk o Garza Blanca, nombre que llevaba también la madre del soberano. Ese día fue el 23 de marzo del 603 d.C., 8 Ahau 13 Pop.

Al ligar su origen al de los dioses, se confirmaba su carácter sagrado y su destino de convertirse en el más sabio gobernante de Palenque. Once años antes de su fallecimiento había descendido al reino de las sombras su esposa Ahpo Hel, dejando a Pakal en una dolorosa soledad.

En el momento preciso de su muerte, ocurrida en su habitación del palacio, colocaron en su boca una cuenta de jade, que recogió el aliento vital. Luego pusieron entre sus labios un poco de masa de maíz, sustancia sagrada con la que habían sido formados los primeros hombres; en seguida lo amortajaron con lienzos de algodón, y a un lado de la estera en la que reposaba depositaron vasijas con agua y alimentos, así como sus amuletos protectores.

Después de velarlo durante tres días, de hablarle continuamente para que no se sintiera solo, cuidando su sombra y orando a los dioses para mantener con vida su espíritu mientras iniciaba su camino por el mundo inferior, sus hijos Chan-Bahlum y Kan Xul, sus nueras y sus nietos, se prepararon para celebrar la gran ceremonia funeraria. A través de ella los vivientes pondrían su parte a fin de ayudar al espíritu del gran señor en su peligroso descenso hacia el Xibalbá, el "Lugar de los que se desvanecen", donde se encontraría frente a frente con Ah Puch, "El Descarnado", para luego morir definitivamente, es decir, transformarse en energía de muerte y ocupar su sitio en el frío y oscuro reino subterráneo.

Pakal iría al Xibalbá porque había fallecido de muerte natural, aunque su condición sagrada le permitiría ascender al nivel terrestre y al cielo en algunas ocasiones. Otros, como los que morían por alguna causa acuática, ahogados o calcinados por un rayo, iban al Paraíso de la Ceiba, un lugar de placeres terrenales, mientras que los sacrificados a los dioses y las mujeres muertas de parto tenían como destino el cielo, para vivir eternamente acompañando al Sol en su recorrido diario; porque el lugar a donde iban los espíritus después de la muerte del cuerpo dependía de la forma de morir y no de su conducta en la existencia corpórea. Las faltas se castigaban en vida, generalmente con alguna enfermedad.

Muchos años antes de su muerte, el propio Pakal había ordenado construir su sepultura, recreando sobre ella, en la forma de una alta pirámide de nueve niveles, el espacio infraterrestre, que se concebía como una pirámide invertida de nueve estratos por los que su espíritu habría de descender hasta llegar a su última morada. En lo alto de la pirámide erigió un templo donde mandó escribir la historia de su linaje y donde se le rendiría veneración, pues por haber sido un gobernante iniciado, un gran chamán, al morir se convertiría en un dios. Acudiendo al llamado del rito en su honor, su espíritu ascendería por un angosto canal en forma de serpiente que iba desde la cámara funeraria hasta el templo, porque ese sitio donde había colocado su enorme sarcófago representaba precisamente el Xibalbá, la región situada en el noveno estrato del inframundo.

En una bella lápida que se colocaría sobre su sarcófago, Pakal hizo esculpir una gran imagen cósmica que definía su sitio en el centro del universo, como ser humano y como gobernante. Ahí está él, recostado sobre el mascarón descarnado que representa el aspecto de muerte del dios supremo, que era un gran dragón bicéfalo. El signo del Sol, que al lado del de la muerte corona el mascarón, indica el camino del astro por el mundo infraterrestre. Así, el gobernante, identificado con el Sol, descendería como él al inframundo y renacería sacralizado.

El cuerpo de Pakal se representó en la entrada de la gran boca de la tierra que conduce al inframundo, formada por las fauces superiores levantadas de una serpiente de dos cabezas, símbolo del reino de la muerte. De la nariz del gobernante surge un signo que representa al espíritu abandonando el cuerpo, y desde su pecho se levanta una cruz que remata en lo alto con una mandíbula de serpiente hecha de cuentas de jade, piedra que representa la vida, sobre la que se posa a su vez el pájaro-serpiente, otro símbolo del dios supremo en su aspecto celeste y solar. La barra horizontal de la cruz es una serpiente de dos cabezas, como la del inframundo, pero con mandíbulas de jade.
Esta cruz serpentina es la imagen del dragón celeste, pero también el árbol que está en el centro del mundo y que divide los cuatro rumbos cósmicos, y en ella se enlaza otra serpiente bicéfala de cuyas mandíbulas abiertas surge el rostro del dios Kawil o Bolón Dz’acab, protector de los gobernantes. Alrededor de esta compleja representación simbólica del universo como lo concebían los mayas, formado por tres niveles: el cielo, la tierra y el inframundo, con sus cuatro rumbos, se esculpió la Vía Láctea, poblada de astros, que para los mayas era también el cuerpo del gran dragón celeste.

En este universo, pleno de fuerzas sagradas, el ser humano es el eje, lo que concuerda con la idea del hombre que revelan los mitos sobre el origen del mundo, como el del Popol Vuh, donde el hombre es el único ser que tiene la misión de alimentar a los dioses.

El solemne cortejo salió del palacio cargando el bulto mortuorio de Pakal. Cuatro hombres portaban antorchas, y en lo alto de la pirámide se había encendido copal. Tras el cuerpo marchaba el Señor Serpiente, sumo sacerdote, seguido por los sacerdotes del culto solar y por la familia del gobernante, así como por cinco hombres y una mujer que serían sacrificados en la entrada de la sepultura con el fin de que sus espíritus acompañaran al del sagrado señor.

Una vez en el templo que coronaba la pirámide, el cual representaba la superficie de la tierra, iniciaron el descenso por la oscura escalinata, alumbrados por las antorchas, conscientes de que recorrían simbólicamente el tortuoso camino a través de los nueve niveles del inframundo, como la mayoría de los espíritus de los muertos, y como lo hicieron aquellos héroes ancestrales Hunahpú e Ixbalanqué, que después se convertirían en el Sol y la Luna. La cámara funeraria situada en el noveno nivel de la pirámide aseguraba mágicamente que el espíritu de Pakal sortearía los peligros que acechaban en el camino descendente y que hallaría su lugar de reposo en el Xibalbá.

El gran sarcófago monolítico, con un hueco en el centro que semejaba un útero para recibir el cuerpo del sagrado señor, había sido ya limpiado y preparado; asimismo, el día anterior se había labrado la fecha de la muerte en el canto de la lápida que cubriría el sarcófago. El cuerpo de Pakal, ya liberado de la mortaja, fue cuidadosamente depositado por los sacerdotes en el hueco pintado con rojo cinabrio; luego fue rociado con el mismo polvo rojo que aludía a la inmortalidad porque era el color del oriente, por donde resucita el Sol cada mañana, y le colocaron sus joyas de jade: una diadema sobre la frente, pequeños tubos que dividían la cabellera en mechones, collares, orejeras con colgantes de madreperla, pulseras y anillos.

En su rostro pusieron su máscara de mosaico de jade, que conservaría su identidad para siempre; sobre su taparrabo otra pequeña máscara, y a sus pies una figurilla del dios solar que siempre lo había protegido. Como objetos sagrados especiales, le colocaron un dado y una esfera de jade en las palmas de las manos, lo que significaba que él, como chamán intermediario entre los dioses y los hombres, había dominado el espacio cuadrangular y el tiempo circular, con su sabiduría, su conciencia y su acción ritual. Otras dos cuentas de jade fueron depositadas en sus pies para asegurar la fuerza de la energía vital durante el camino. Luego cerraron el hueco con una tapa de piedra, colocaron encima la gran lápida labrada y deslizaron bajo el sarcófago las cabezas de estuco que habían formado parte de las más bellas esculturas de Pakal y Ahpo Hel. Antes de salir pusieron en el suelo vasijas con agua y alimentos, ya que el espíritu inmortal del sagrado señor conservaría durante el viaje las necesidades corporales.

Después de sellar la pequeña puerta triangular que daba acceso a la cámara, sacrificaron a los cinco hombres y a la mujer que acompañarían al señor. Luego construyeron un muro, tapiando el corredor que conducía a la cámara, y en una caja de piedra adosada a este muro dejaron otros platos de barro con alimentos, cuentas y orejeras de jade, conchas llenas de pintura roja, símbolo de inmortalidad, y una hermosa perla. Hecho esto, la comitiva ascendió al templo y bajó de la pirámide, despidiéndose del gobernante con cantos y oraciones.

Otros muchos personajes fueron sepultados en la ciudad de Palenque, como una mujer, sin duda del linaje de Pakal, cuyo sarcófago fue hallado dentro de un basamento menor al lado del Templo de las Inscripciones, nombre que se le ha dado a la pirámide de Pakal. No sabemos quién fue esa señora, ya que no hay inscripciones en su tumba, pero por el color rojo de la inmortalidad que la cubría totalmente se le conoce como la "Reina Roja".

Los soberanos de otras ciudades mayas, como Calakmul, fueron enterrados también en lujosas sepulturas, con sus máscaras y joyas de jade. Pero además de la inhumación, en el mundo maya hubo otras formas de disposición del cadáver. Entre ellas la principal fue la cremación; las cenizas de los muertos se colocaban en urnas y se depositaban bajo los templos o las casas. Algunas urnas funerarias se decoraron con imágenes del monstruo de la tierra y del jaguar, que simboliza al Sol en su viaje por el inframundo. Ello expresa la idea de que así como el Sol muere al entrar en el ocaso al mundo inferior y renace por el oriente, el muerto renacería a otra forma de vida espiritual eterna.

Los muertos eran enterrados en lugares relacionados con su condición y su actividad. Los esqueletos muchas veces se acompañaban de otros restos humanos o de animales, como el jaguar, relacionado con el poder de los gobernantes y con el Sol en su viaje por el inframundo; frecuentemente se sacrificaba al perro del muerto para que lo transportara sobre su lomo al cruzar el gran río que precedía al Xibalbá, idea que se encuentra en muchos otros pueblos del mundo. Los niños eran colocados en posición fetal, dentro de vasijas que representaban el vientre materno, y a veces cortaban a la madre una falange para acompañar al infante.

Los ajuares funerarios corroboran la creencia en una supervivencia del espíritu después de la muerte del cuerpo, pues tenían el propósito de alimentar y cuidar al espíritu en el tránsito hacia el Xibalbá.

Además de las ricas joyas y elegantes vasijas halladas en las sepulturas de los grandes señores, se han encontrado múltiples objetos relacionados con la actividad del muerto, como herramientas, armas, códices y la parafernalia de los chamanes. Dado que los mayas creían que los animales, las plantas y hasta los objetos hechos por el hombre tenían un espíritu, es claro que era esta parte invisible la que sería utilizada por el espíritu del muerto; por eso en las sepulturas hay vasijas rotas intencionalmente, es decir, "matadas".

En los días que siguieron a la ceremonia funeraria de Pakal el Grande, los palencanos rellenaron con escombros la escalinata que conducía a la cámara funeraria hasta que estuvo completamente obstruida, para que nunca, nadie, hallara el sagrado recinto. Y antes de colocar la tapa que sellaría la escalera, depositaron dos orejeras de jade.

Pero los deudos del gran señor de Palenque no imaginaron que 1269 años después, en 1952, un hombre que supo respetarlos y amarlos, Alberto Ruz Lhuillier, descubriría la imponente sepultura, dando así, al gran Pakal, la inmortalidad para este mundo.