13 junio 2017

LA RECONCILIACIÓN. Lafcadio Hearn y Yakumo Koizumi


Cierto samurai joven de Kioto, reducido a la miseria por la caída de su señor, se vio obligado a abandonar su casa y entrar al servicio del gobernador de una provincia distante. Antes de marcharse de la capital, se divorció de su esposa, una mujer buena y hermosa, convencido de que podría mejorar su situación con otra alianza. Entonces se casó con la hija de una familia distinguida, que le acompañó a su nuevo destino.


Pero en la inconsciencia de la juventud y la grave necesidad, el samurai no pudo comprender el valor del afecto que descartó tan a la ligera. Su segundo matrimonio no fue feliz; el carácter de su nueva esposa era cruel y egoísta, y pronto encontró toda clase de motivos para pensar con nostalgia en su pasada vida en Kioto. Entonces se dio cuenta de que todavía amaba a su primera mujer, mucho más de lo que nunca podría querer a la segunda, y comenzó a reconocer lo injusto y desagradecido que había sido.

Poco a poco este sentimiento se transformó en un arrepentimiento que le robó la paz de espíritu. Le perseguían sin cesar los recuerdos de la esposa traicionada, su dulce forma de hablar, sus sonrisas, su delicadeza, su firme paciencia. A veces la veía en sueños ante el telar, como cuando tejía día y noche para ayudarle en sus años de pobreza, otras más sola, sentada en el suelo de la pequeña y humilde habitación donde la dejó escondiendo sus lágrimas con la manga de su raído kimono. Incluso pensaba en ella durante el trabajo; entonces se preguntaba cómo vivía, qué hacía. Algo en el corazón le decía que ella no aceptaría otro esposo y que nunca le perdonaría. Y decidió en secreto irla a buscar tan pronto como pudiera regresar a Kioto, pedirle disculpas, volver a vivir con ella y hacer todo lo que estuviese en su mano en para compensarla por lo acontecido. Y así pasaron varios años. Por fin acabó el mando del gobernador y el samurai quedó libre.

- Ahora volveré con mi amada- se prometió- ¡Ah, qué crueldad, qué absurdo haberme divorciado de ella!
Y así devolvió su segunda esposa, que no le había dado hijos, a su familia y se apresuró hacia Kioto para buscar a su antigua compañera, a cuya casa se encaminó sin siquera cambiar su indumentaria de viaje.
Cuando llegó a la calle donde ella vivía, ya era tarde por la noche, la décima noche del noveno mes, y la ciudad estaba tan silenciosa como un cementerio. Pero la luna clara iluminaba suficiente, de modo que encontró la casa sin dificultad. Tenía un aspecto del mayor abandono y las hierbas crecían en el tejado. Llamó a una puerta corrediza y nadie respondió. Como no estaba cerrada por dentro, abrió y entró. La primera habitación estaba vacía y ni siquiera tenía esteras de paja, y las otras tenían el mismo aspecto lastimoso. Daba la impresión de que la casa estaba desocupada.
Sin embargo, el samurai decidió echar una mirada a la pequeña habitación del fondo, la favorita de su esposa, que gustaba de descansar allí.
Acercándose a las puertas corredizas cerradas, se sorprendió mucho de ver un resplandor. Deslizó la puerta y lanzó un grito de júbilo al verla cosiendo a la luz de una linterna de papel. Sus ojos se encontraron y ella le saludó con una sonrisa.
- ¿Cuándo regresaste a Kioto? ¿Cómo me encontraste entre tantas habitaciones oscuras?
Los años no la habían cambiado. Al samurai le pareció tan joven y linda como en sus recuerdos más queridos, aunque se le hizo mucho más entrañable aún su dulce voz, temblorosa por la feliz sorpresa.
Se sentó a su lado muy contento y le dijo muchas cosas: cómo se arrepintió de su egoísmo, cuánto la echó de menos, la constante pena que sentía por ella y sus prolongadas esperanzas de resarcirla por todo, mientras la acariciaba y le pedía perdón una y otra vez. Ella le repuso con gran ternura, que le salía del alma, que cesara de reprocharse. No era justo que hubiera sufrido tanto por ella, ya que siempre se consideró indigna de ser su esposa. Por supuesto, sabía que la pobreza le había obligado a la separación, ya que mientras vivieron juntos él siempre fue muy bondadoso. Nunca había dejado de rezar por su felicidad. Pero, si hubiese algún motivo de enmienda, ya habría desaparecido de más con su honorable visita. ¿Qué mayor dicha había que verle, aunque fuera sólo un instante?
- ¿Sólo un instante?- preguntó con una risa alegre- Mejor di para las próximas siete existencias. Amada mía, excepto si tú te opones, estoy dispuesto a regresar para vivir contigo para siempre. Nada nos podrá separar de nuevo. Ahora tengo medios y amigos, no precisamos temer a la pobreza. Mañana traeré mis pertenencias y mis criados te servirán. ¡Verás qué preciosa arreglaremos la casa! Esta noche- explicó en tono de disculpa- llegué tan tarde, incluso sin cambiarme de ropa, porque no podía esperar a verte y decirte todo esto.
Ella pareció muy feliz con estas palabras y a su vez le contó todo lo acontecido en Kioto desde que él se marchara; excepto sus propias penurias, sobre las que se negó a hablar con delicadeza. Conversaron hasta muy tarde. Después la mujer le condujo a una habitación más caliente, orientada al sur, en la que habían pasado su noche de bodas.
- ¿No tienes a nadie que te ayude en casa?- preguntó el samurai cuando ella empezó a preparar el lecho.
- No, no me podía permitir tener una sirvienta, de modo que he vivido sola- repuso, riéndose alegremente.
- Desde mañana tendrás muchos sirvientes- dijo- Buenos sirvientes y todo lo que desees.
Se acostaron para descansar, pero no durmieron porque tenían demasiadas cosas que contarse; y hablaron del pasado, el presente y el futuro, hasta que comenzó a amanecer. Entonces al samurai se le cerraron los ojos y quedó profundamente dormido.
Cuando despertó la luz entraba por las grietas de los postigos y, ante su tremenda sorpresa, se encontró acostado sobre las tablas desnudas de un suelo mohoso...¿Había sido todo sólo un sueño? No, ella estaba allí, durmiendo...Se inclinó para mirarla y soltó un grito: la mujer no tenía rostro. Junto a él, envuelto en una mortaja, yacía su cadáver, tan deteriorado que no quedaba más que los huesos y el largo cabello enmarañado.

Presa de horribles estremecimientos y malestar se levantó bajo los rayos del sol, y poco a poco, el horror gélido dio lugar a una desesperación tan intolerable, un dolor tan atroz, que se aferró a la sombra irónica de la duda. Simulando no estar al corriente de nada, se aventuró por el vecindario para averiguar el camino a la casa donde vivió su esposa.

- No hay nadie en aquella casa- le repuso alguien- Pertenecía a la esposa de un samurai que dejó la ciudad varios años atrás. Antes de marcharse se divorció de ella para casarse con otra mujer, y sufrió tanto y cayó enferma. No tenía parientes en Kioto ni nadie que la cuidara, y murió en otoño de ese mismo año. El décimo día del noveno mes...




FUENTEs:
KOIZUMI, Yakumo y HEARN, Lafcadio (1996): Historias Misteriosas, [trad. Montse Watkins]. Kanagawa: Luna Books.
















Imágenes tomadas de la película: Kwaidan (1965). Dirección:  Masaki Kobayashi.





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